~ Los miedos ancestrales pueden volver ~
Texto e ilustraciones por
Paloma Contreras Lomas
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- Pueden volver, mientras dormimos, a tomar una forma momentánea y visitar al durmiente bajo aspectos monstruosos. Por ejemplo, de un perro, un lobo, una serpiente o ambiguas formas.

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Capítulo I
Las vísceras de un amigo
Primera visita, noviembre de 2013
Juan siempre me había desesperado un poco. Usaba unos lentes con muchísimo aumento que le hacían ver los ojos demasiado grandes. Era muy delgado, o al menos esa sensación me daba, porque cuando lo vi, la primera vez que me dejaron ir en un viaje sola a la playa, Juan se quitó el traje de baño y tenía unos pezones gordos, mimetizados en sus pechos masculinos. Me daba muchísimo asco, pero lo quería mucho. A veces cuando ya no aguantábamos la playa, y nos íbamos a comer tlayudas, jugábamos algún juego de mesa que Juan aprovechaba para hacer apología de su homofobia, Fernanda y yo nos reíamos porque sabíamos que, de todos, Juan, con su gusto por los musicales y andar afeminado, despertaba él mismo sospechas de parte de los más machines de la preparatoria. En la escuela a algunos compañeros los molestaban por lo que según era ser gay, se decía a secretos y a gritos: puto, joto y maricón.

Juan era mucho más cercano a Fernanda que a mí. Por eso cuando ella llegó llorando, gritando que Juan había muerto, creí que tenía que sentirme igual de triste por su muerte tan horrible. A Juan lo había dejado de ver desde hace tiempo, sabía por Fernanda que era más feliz que nunca. Le había dicho a sus papás que era homosexual, poco después de haber entrado a la universidad, se había ido a Chile de intercambio y vivía con un hombre allá.

Sus papás trajeron el cadáver en avión. Juan se había aventado desde el piso veintidós hacia el asfalto sudamericano. No sé qué cadáver se podrían haber traído de Chile, y qué pudo haber quedado del mejor amigo de Fernanda y mi amigo nada más. Pedazos y vísceras de aquél que me cantaba Gloria Trevi en Mazunte, los dos muy borrachos y aburridos porque no podíamos ligarnos a nadie.
Y me solté el cabello y me vestí de reina
Me puse tacones me pinté y era bella,
Y caminé hacia la puerta te escuché gritarme,
Pero tus cadenas ya no pueden pararme
Y miré la noche y ya no era oscura era de lentejuelas
Pensar en Juan en pedazos me daba mucha risa, pero de esa risa nerviosa porque no hay lágrimas. La primera vez que reconocí esa risa fue en la escuela, en la primaria, una maestra nos contó que su mejor amigo se había muerto al sacar la cabeza del coche, un alambre lo había decapitado casi instantáneamente; cuando ella recibió la noticia, sólo pudo reírse, yo en cambio, fingía que lloraba. Nunca me imaginé que Juan se iba a morir tan rápido y menos en una muerte digna de novela negra.

Unos días después de la noticia de la muerte de Juan, estaba programado un viaje de fin de semana por parte de la Universidad a San Juanico de los Santos, a la sierra, como parte de la clase de Historia de México. Sentía la huida en mis pensamientos, era la justificación para no ir a la misa de Juan, me parecía que yo no tenía por qué llorarle, me parecía muy extraño que, ante la muerte de Juan, todos se hubieran vuelto sus mejores amigos. Yo no había sido su amiga de verdad, no había ido a su despedida cuando se iba a ir de intercambio, ni le había contestado los mensajes ni las llamadas, ya no me interesaban las amistades de la preparatoria, más que Fernanda. A esa misa, en mi imaginación, los únicos con derecho de ir eran los papás de Juan, sus hermanas y Fernanda. Nada más.

El día del funeral de Juan, llovió a cántaros.
En la Sierra de Puebla llueve más o menos trescientos días al año.
Llegué apenas a la hora de partida del camión, llevaba la ropa del día anterior y me          dormí durante todo el camino. Fueron como seis horas de viaje en zigzag hacia la sierra, muy cerca de la frontera, uno de los lugares más húmedos del país y de Latinoamérica.

Llegamos al hotel, me había tocado compartir el cuarto con varias compañeras, el cuarto tenía muchas literas, siempre me han gustado las literas, los últimos residuos de mi niñez. Me quedé profundamente dormida, pensaba que era lógico que pudiera soñar con Juan, pero entendí que él no era uno de mis muertos, y por eso no soñaría con él esa noche ni ninguna otra.

Al siguiente día abordamos un camioneta, que sería la misma que abordaría años después, con Lencho. Nos trepamos al vehículo que nos dirigiría hacia una parte más profunda de la sierra a conocer a algunas mujeres y hombres que desde hace tiempo estaban organizándose en contra de varios proyectos de muerte como mineras, hidroeléctricas y la estructura narco-estatal que quería despojarlas del piso de tierra de la cocina, de los cuerpos de sus maridos, del bosque de niebla y de todo lo que se pudiera comer.

El viaje se me hizo eterno pero no quería que se terminara, íbamos en la parte trasera de la camioneta. Sólo aquel paisaje sabía que aquellas personas que eran mis amigos de la universidad, que nos acompañamos aquel día, cuando terminara la carrera, nunca más seríamos amigos. El paisaje ve muchas cosas, tiene muchos secretos y el monte es una señora chismosa.
Este es, en realidad, un relato de la pérdida de amigos y a los amigos se los come el monte.
Nos paramos en una casa en medio del camino, y salió un hombre joven, como de unos treinta y cinco años. Moreno, muy hermoso, con pinta de activista ligador. Al activista lo llamaré El Activista. Él abordóuna de las primeras camionetas de aquella procesión de estudiantes. Mientras seguíamos adentrándonos al bosque de niebla, sentí que nos estábamos perdiendo en aquel paisaje, que parecía que no nos iba a devolver nunca.
Poco después, llegamos a una cancha en medio de la nada, una cancha flotante en el cielo del bosque de niebla. No había nadie en el pueblo, o eso parecía. El Activista nos contaba de las personas que resisten ahí, las mismas que habían frenado el primer Walmart del municipio, los que habitaban en aquel pueblo fantasma salían a ponerse el pasamontañas de niebla que les habían heredado. La única presencia que pude advertir estaba en el ramaje de los árboles. Detrás de la niebla, había unas mujeres que estaban en las copas, encaramadas como changos, con los ojos muy rojos, viéndonos. Estaban vestidas de blanco con varios rebozos amarrados a su cuerpo, pero sólo se agarraban de los troncos con las manos, parecía que estaban flotando sin esfuerzo, donde casi lo único que podía verles eran los destellos que sus rojos fanales.
El Activista continuó con el relato acerca del inicio del ordenamiento territorial de la zona, detallando, además, las distintas amenazas que tenían encima de distintos monstruos transnacionales, que pretendían arrancarles el paisaje a ellas, las mujeres de los árboles. La mayoría de las veces el Estado ya tenía acuerdos con las empresas, en los cuales el beneficio económico iba directo a los funcionarios en turno. El gobierno aplica políticas de terror, mandando tal vez algún par de sicarios para meter miedo en el pueblo y en algún punto vaciarlo o dominarlo.

En el despojo también habita la niebla, pero es bruma
estatal.
Detrás de El Activista, había un alemán que nos acompañaba, que casi no entendía español, no me acuerdo del nombre del alemán, era amigo de otro alemán que había venido de intercambio a la escuela, otro alemán de cuyo nombre no me acuerdo. El primer alemán sin nombre jugaba con un niño nahua al fondo, haciéndose el tonto. Por eso no me acordaba de su nombre, por tonto.

El alemán tonto sin nombre interrumpió su juego cuando llegó una camioneta, El Activista también reaccionó. El Activista se acercó a la camioneta, interrumpiendo de golpe la presentación escolar; el vehículo era manejado por un hombre al que, después me enteré, se le conocía como Juan del Monte. Juan del Monte llevaba un sombrero que no le cabía en la cabina de la camioneta, un sombrero negro que brillaba por la tela de la que estaba hecho, aun con toda esa niebla, el sombrero no dejaba de brillar. El Activista y Juan del Monte empezaron a discutir; El Activista lo corrió a gritos y Juan del Monte se fue, mentándole la madre.
Por el brillo del sombrero, no había podido verle la cara a ese tal Juan pero mientras subía hacia lo más profundo del monte, pude ver un poco de su nuca, era una nuca de fiera silvestre, con pelaje potro, pelambrera tan brillante como el sombrero que traía puesto. En la caja de la pick-up estaba una de las mujeres de los ojos rojos, viendo hacia la cancha. La pick up se perdió a toda velocidad por el monte, los dos ojos rojos de la señora trepa-árboles fueron lo último que se desvaneció.
Regresamos en las camionetas al pueblo y fuimos a un bar donde vendían licores de 10 pesos de muchos sabores, eran los licores típicos de la región. Me acuerdo de bailar “Abarajáme” de Illya Kuryaki and the Valderramas con una amiga colombiana en aquel bar. Nos veían medio raro, pero supongo que estaban acostumbrados a las turistas estúpidas. No existen los turistas inteligentes, si eres turista estás separado de la inteligencia de los vivos. Como turista, temporalmente, serás estúpida para siempre.

Nos dijeron que, casi como cada viernes, había una fiesta del pueblo. Caminamos hacia allá, él hacia allá no me acuerdo hacia dónde era, el miedo caminaba lejos de mí hacia el más acá. Iba caminando con Andrés. Siempre pensé que Andrés era muy inteligente, porque en la escuela todo el tiempo se lo decían. Pero sabía que Andrés y yo nunca seríamos amigos, él un día me confesó que pensaba que yo era muy masculina. Y en esa noche yo agradecí que él era hombre y me acompañara hacia el más allá. El Más allá en México puede significar la advertencia de saberte muerta.
Aliento tuyo, aliento de res, díctame por dónde ir.
Un señor se nos apareció en el camino. Luego entendí que en esa región, los aparecidos en el camino son completamente normales. Pueden ser aparecidos con distintos fines, éste tenía fines proselitistas. No le caía bien El Activista y estaba a favor de la creación de la planta, les iba a dar empleos, también apoyaba que pusieran un Walmart, significaba progreso y la llegada de productos que no había en la región. No importaba el paisaje, que naciera en aquel paisaje quien quisiera. El señor traía una camiseta del PRD y amasaba algo en la mano, ese señor me recordaba a los perros en la carretera de Mazunte. Me asustaban muchísimo esos perros que nos seguían por kilómetros, ojalá, ahora, sólo le tuviera miedo a los perros. Esos perros anunciaron que uno de nosotros no iba a llegar mucho después de la adolescencia.
Juan olía a muerto hace muchos años y aquellos perros lo sabían.
El aparecido que amasaba algo, me recordaba aquel viaje cuando Juan era un cuerpo y no vísceras en el asfalto sudamericano.

Al aparecido le empezaron a sangrar las manos, parecía no inmutarse y seguía con su relato panfletario, abrió muy rápido la mano y traía una piedra que sólo él parecía capaz de amasar,
la piedra tenía la misma piel de la nuca, aterciopelada y negra, animalada, de Juan del Monte.
El señor aparecido al ver que no íbamos a votar por su partido, dejó la carretera y se metió al bosque.
Llegamos a la fiesta, todos nuestros amigos estaban ya muy borrachos con los licores de 10 pesos. Betzabé estaba bailando, besándose con un muchacho del lugar, sabía que era ella por los pantalones sucios que se había puesto en la mañana, pero no podía verle la cara porque estaba debajo del velo rojo de él,
el velo estaba debajo de un sombrero vaquero blanco con una copa de un metro de altura. El muchacho parecía que se la estaba comiendo, agarrándole las nalgas con ansiedad.
Los sombrerudos ya eran muchos, con sus copas de metros y ala ancha, tan ancha que apenas cabían en la bodega. Sus rostros se difuminaban bajo los velos hechos de diferentes telas que parecían seda, encaje y manta bordada con símbolos de la noche.

Las visitas tienen sueño, no éramos bienvenidos y no nos habíamos dado cuenta…
...yo me daría cuenta años después.
Salimos de la fiesta, tardísimo, sudados. Regresamos al hotel en la madrugada por la misma carretera en donde habíamos visto al aparecido proselitista. Amanecimos como los estúpidos turistas que siempre habíamos sido, aunque creyéramos que temporalmente, en la noche de anoche, habíamos dejado de serlo. Compramos presurosamente recuerditos, atascándonos de tlayoyos antes de regresar a la ciudad. En el viaje de regreso, nos paramos en Zampoala, mientras estábamos cerca de San Juanico, no hacíamos más que comer,  pero entre más nos alejábamos, más íbamos perdiendo el apetito. En la parada me bajé a comprar pan de pueblo porque pensaba que le iba a llevar a alguien, quién sabe a quién. La realidad era que me lo iba a comer en el camino. Entré a una miscelánea y al lado de la caja estaba un estante con una cortina de plástico que resguardaba el fosforescente y delicioso pan dulce de la región. Agarré la concha, pan dulce que merecía el respeto nacional, y debajo estaba la piedra amasada del aparecido, la misma recubierta con la piel aterciopelada y probablemente equina de Juan Del Monte.

Vas a regresar, qué te haces, murmuraba el pan, muy bajito, como si alguien pudiera oírnos. Era la única concha que quedaba y la tomé, aunque decía en un pequeño cartel que era pan fresco, se sentía que era del día anterior.

Betzabé no se había bajado del camión, intentaba apaciguar el dolor, durmiendo.
Tenía las nalgas marcadas de los apretujones del sombrerudo, esas marcas no se le quitarían nunca.
Avanzamos por el monte sinuoso, de qué me sirve el dinero, si estoy como prisionero, dentro de esta gran nación, se seguían escuchando los susurros del pan, cuando me acuerdo hasta lloro, aunque la jaula sea de oro, la bolsa vibraba con los canturreos de la concha, no deja de ser prisión, mis hijos no hablan conmigo, me recargue en la ventana, las ventanas de aquel camión eran polarizadas, para que nadie de afuera pudiera verte. El paisaje se volvía cada vez más espeso, sólo aparecían de tanto en tanto autolavados abandonados, empecé a sentir miedo por primera vez, ante ese paisaje que era el más bronco que me había mirado, otro idioma han aprendido, y olvidado el español, no había casi niebla, no había llovido en la madrugada, y la falta de neblina me asustaba más.

Podía ver perfectamente las formas de aquel bosque mesófilo, con plantas prehistóricas que guardaban secretos de lo que habían visto, piensan como americanos, niegan que son mexicanos, el canto miserable del pan se iba tornando más molesto, iba subiendo de tono, me ardían los ojos por mirar, y el lagrimeo me confirmó lo peor, empezaron a aparecerse ellas, sobre los árboles. Eran decenas, tantas que parecían una plaga, su mirada traspasaba los vidrios polarizados, aunque tengan mi color, no deja de ser prisión, la pinche concha no se callaba.

La agarré y la empecé a retorcer, quería matarla a ella y a la mujer que la habitaba, las mujeres de los ojos ojos, encaramadas en los árboles, me estaban viendo gesticulando con la boca de manera muy exagerada, como si gritaran pero no podía escuchar nada dentro del camión, empezaron a  acercarse al camión, volando de árbol en árbol. La concha seguía cantando aquella canción de Los Tigres del Norte, la cantaba gritando y nadie en el camión se inmutaba: escúchame hijo, ¿te gustaría que regresáramos a vivir a México?, después de esta estrofa, la concha se calló, exhalando su último grito antes de morir entre mis manos llena de migajas, el asiento del camión estaba lleno de ellas, de migajas rosas, de las vísceras del pan. Aquellas mujeres habían desaparecido al fin, tal vez escucharon los alaridos del pan y decidieron dejar de mirarme. Aquellas que habían perdido a otra hija, como habían perdido a muchos otras, en las minas, en las hidroeléctricas, de hambre y por el narco. Me habían visto y eso ya no iba a cambiar, me habían identificado y podían volver a encontrarme mirando de arriba abajo, desde los árboles.
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Capítulo II
Los arremedones y otros seres del monte
Segunda visita, junio de 2017
María se había comprado unas botas de obrero para el viaje; estábamos preparándonos para elregreso a San Juanico. Había contactado a El Activista, quien me había recomendado a través de un mensaje de facebook qué cosas teníamos que llevar, entre ellas, botas para la lluvia. María y yo habíamos ido emocionadas a buscar las suyas,en una de las tiendas localizadas en las calles de las repúblicas en el Centro Histórico.

Dos días después, agarramos el camión, la única línea que podía llevarnos aquel día, una con camiones baratos, sin baño, que hacían un montón de tiempo, un montón de paradas, en donde se subían vendedores ambulantes a vender comida. Gelatinas azotadas por el calor, quesadillas tan viejas como las manos de la mujer que las vendía. Me comí unos Cheetos torciditos, siempre me han encantado, se han vuelto parte de un ritual de reconocimiento de mi propia solitud durante los viajes, como si mi mamá me siguiera vigilando, como si comérmelos me pudiera tranquilizar o sintiera que ella me sigue cuidando.

Uno de mis grandes miedos es mi mamá. Crecí teniéndole mucho miedo y ahora me da tristeza. Mi abuelo, su padre, se murió odiando la patria que lo había adoptado. Siento que el miedo de mi madre a su madre, una andaluza inmortal, le hizo tenerle miedo a todo. Miedo al afuera, miedo a un país que sus papás siempre despreciaron, miedo a que la asaltaran, miedo a que me intentaran violar, miedo a que la abandonara mi padre, todos esos miedos se volvieron realidad, porque los miedos ancestrales vuelven. Mi mamá se morirá teniendo miedo, buscando a ésa andaluza que la proteja del mundo.


Hace unos años, antes de tener miedo, empecé a ir a psicoanálisis. Aquella terapeuta argentina que luchaba contra mis miedos, no me tomaba la mano o me abrazaba al despedirse, le tenía que dar el dinero con la izquierda y aquello era muy incómodo. Siempre se nos dislocaban las manos con las ganas de realmente abrazarnos, a veces me dolían por días después de consulta. Ella fue la que le habló a mi mamá cuando dejé de ir a terapia, después de aquella noche. Después de habérmelo encontrado en las tinieblas, esperándome. Ése que me metió la navaja, frustrado por no poder penetrarme, era primo hermano de los perros que olisqueaban a Juan en el viaje en la playa de Mazunte, algunos años antes de que se aventara al asfalto sudamericano. Los mismos que lo siguieron por la carretera, sabiéndolo muerto, como perros-zopilote, oliendo el olor a muerto en los vivos. Ni los perros ni aquel hombre conocían a mi mamá con miedo. Pero ella parecía conocerlos a ellos desde que nació, lo que la condenaba para siempre.


En este país,
la oscurana
es el
suicidio.

En el camión a San Juanico, María se comía alegre sus galletas Chokis rellenas de chocolate, chopeándolas en su lechita de fresa. María era una niña iconoclasta atrapada en el cuerpo de una adulta compacta que parecía competir con cualquier becerro recién nacido. Yo desde mucho tiempo no toleraba la lactosa, o al menos eso había creído. Ya que, desde hace unos años, empezaron a circular estadísticas que apuntaban que la mayoría de los mexicanos éramos intolerantes a la lactosa. La lactosa había sido un enemigo infiltrado por décadas, seguramente por la CIA, la intolerancia a la lactosa había hecho crecer el mercado de un montón de diferentes leches que eran todo, menos leche. María no parecía preocupada por el hacker lácteo que habitaba en ella, a María la íbamos a enterrar en un envase tetra-pack y ella dormía tranquila.

Paramos en Zampoala, nuestro apetito crecía, compramos más comida chatarra y, en el estante junto a las papas fritas, estaba el pan de pueblo rosa fosforescente.

Llegamos a la terminal de San Juanico. Poco después El Activista nos recogió, se veía igual de hermoso que antes con su pelo estilo estuve en la huelga del 99 de la UNAM, nada más la coleta de caballo un poco más corta. Me di cuenta que tenía la piel morena de color gris. Nos subimos a la pick up, atravesamos el pueblo, tomando la carretera llena de selva que me hizo desear el paisaje que había visto años atrás.

Llegamos a Santa Ana, un poblado a diez minutos de Juanico. Preparamos las tiendas de campaña, mientras El Activista nos contaba acerca del pedazo de reserva en donde había montado el proyecto ecoturístico por el cual El Activista y su familia subsistían. Para aquella visita, María y yo habíamos preparado un taller para niños, pactado con anterioridad con El Activista además de pagar la cuota normal de hospedaje en el campamento. Al final del campamento, un sendero conducía hacia la casa de la familia de la mujer de El Activista, una mujer mazahua muy joven. La casa estaba resguardada por gallinas, gallos, guajolotes y algunos perros que se la pasaban amarrados todo el día. Ahí conocimos a Capu, cachorro mestizo que era el único que no nos ladraba, porque estaba todavía muy joven para haber recibido todos los azotes que en su vida perruna estaba destinado a soportar, en su condición de perro de granja cuidador de ladrones y de otros animales que podían comerse a las gallinas.

Entramos a la casa, y ahí estaba una señora muy anciana cocinando tortillas a mano. Comimos desesperadas, con el apetito creciente, al fin que estábamos muy cerca de San Juanico. En la casa había gatos y altares católicos, puras mujeres habitaban la casa matriarcal de madera.

Después de comer, El Activista nos dio otro recorrido por la reserva. Nos presentó a Jacinto, uno de los pocos cazadores que quedaban en la región. Jacinto era muy delgado, correoso, con pelo rizado como de rockero de los ochentas en español. El platillo favorito de Jacinto era el coatí, esponjoso animal que era lo más parecido a un tejón con el hocico alargado y piel color caoba. Jacinto había abandonado a sus hijos y a su esposa en Veracruz, se había vuelto a casar y vivía atrás de El Activista, junto con su esposa y un pastor alemán de nombre Morfeo. Con la segunda esposa nunca pudo tener hijos, y había adoptado un coatí de mascota, la esposa temía que en cualquier momento Jacinto se pudiera comer al pequeño coatí, que ella quería como a un hijo. Uno de los hijos de Jacinto había nacido con retraso mental, Jacinto se culpaba a sí mismo por eso, por su alcoholismo, el cual creía era que había sido el causante de la condición de su vástago. No sólo los había abandonado sino que el causante era su vicio, que se le estampaba en la cara todo el tiempo, con una culpa católica, acechado por las llamas del infierno, extrañando a sus hijos, Jacinto era La Llorona alcohólica y negligente.

Al día siguiente de haberlo conocido, lo vi trastabillando afuera de la iglesia, sus botas campesinas contrastaban con lo que parecía un atuendo de gala. Jacinto se había vestido para el funeral de su mejor amigo, y se había puesto hasta la madre con el aguardiente típico de la región. Se acercó a nosotras mientras esperábamos en la parada para ir a San Juanico, e inició una conversación errática y eterna. Nos despedimos cortésmente y nos subimos al colectivo. Cuando llegamos a San Juanico, nos bajamos del camión y estábamos a punto de comernos unos tlayoyos en un puesto que estaba en despeñadero del monte. En el filo del despeñadero estaba la cara de Jacinto viéndonos, metida en la maleza, nos observaba sin parpadear con la boca llena de sangre y en la mano derecha sujetaba el cuerpo desollado del coatí que tenía por mascota. No le dije nada a María porque era muy miedosa y yo también. Regresamos al atardecer de nuevo a Santa Ana. Antes de llegar al campamento, paramos en una cafetería a comer pan dulce, nos trajeron una bandeja llena de distintos tipos de pan. Yo agarré la concha rosa fosforescente, y María se empezó a atragantar con algo que apenas alcancé a ver qué era, algo negro, primero pensé que era algún pan o bollo parecido al pingüino de la marca
Marinela y luego vi que entre los dientes de María había un montón de pelos negros cortos, como si algún hombre se acabara de rasurar en su boca.
María estaba en un trance de pan dulce. Abrió la boca muy grande sin hablar ni decir nada, dentro de la boca detrás del paladar, parpadeaba un ojo de caballo, el ojo era negro, tenía sólo las texturas del pelo que se le habían pegado al ojo y pestañeaba nerviosamente, seguro era porque le escocían los pelos, seguro era el ojo y los pelos animales de Juan del Monte, seguro era él, seguro era pan, seguro era hombre animalado, seguro era el Diablo, seguro se había comido a Jacinto y también se iba a comer a María.

Regresamos al campamento y volvimos a ver a Jacinto, estaba más borracho que antes, pero traía ropa limpia y ya no tenía la boca llena de sangre. Tal vez se había ido a bañar, pero El Activista nos había contado que su esposa le quitaba y escondía la ropa para ver si al desgraciado le daba vergüenza salir desnudo. Pero a Jacinto le daba igual, él sabía que iba a arder en el infierno, Juan del Monte iba a venir por él y se lo iba a llevar a lo más profundo del monte, junto con los demás pecadores. Juan del Monte sabía quién pecaba porque el toro blanco le avisaba. El toro blanco se le había aparecido en sueños a Jacinto para advertirle, y como Jacinto no quiso dejar la bebida ni buscar a sus hijos, Juan del Monte lo iba a castigar. El toro lo había visto aquel día, hace tiempo, desnudo, con el cuerpo mojado y con un montón de hierbas pegadas al cuerpo y le había avisado a Juan del Monte y sólo estaba esperando el momento para llevárselo.

Jacinto  nos volteó a ver, pero veía a quién estaba detrás de nosotras.




Nos fuimos a dormir, aterradas, apretamos el radio por si sucedía algo. Sólo escuchamos ruidos de la naturaleza y la niebla entró a la tienda de campaña. Me dormí, el miedo me había agotado, pero mi sueño no duró mucho. A las pocas horas me desperté; María se había orinado dentro de la tienda, a causa del terror de salir al bosque que evidentemente nos observaba.

Al otro día fuimos a desayunar a San Juanico para salir de la bruma de Santa Ana, María no hablaba demasiado. Tenía los ojos hinchados, no había dormido nada y todavía nos faltaban varias entrevistas que hacer.

Decidimos perdernos un poco por el pueblo, hacer las entrevistas después de comer y tomarnos la tarde libre ya de regreso en Santa Ana. Tomamos el colectivo cuando ya estaba anocheciendo y nos bajamos en la iglesia. Ya no quisimos pararnos a comer pan dulce aunque moríamos de hambre.

Empezamos a caminar hacia el campamento y me empezó a entrar un miedo de la ciudad CHT CHT. El miedo de caminar sola en la calle, aquel miedo que había heredado de mi madre a que se aparecieran los miedos, que ahora eran los míos CHT CHT Unos hombres que eran los mismos hombres animales en abstracto CHT CHT sus pitos debajo del pantalón esperando CHT CHT en la obscuridad de la tela y de la noche CHT CHT aquellos hombres abstractos que habitaban en todas las regiones del país CHT CHT que te chistaban como un animal, como si con sus chistidos te pudieras excitar CHT CHT e ir hacia su abstracción masculina. Seguimos caminando sin verlos, ignorando a los animales que habitaban debajo de sus pantalones.

¡¡¡CHT CHT!!!

El apetito había desaparecido. Llegamos a donde empezaba el monte e íbamos hacia el campamento, y empezamos a oler a metal, a sangre. En medio de unos arbustos estaba Jacinto desnudo, y detrás de él había tres Jacintos más, babeando, igual de borrachos que él haciendo los movimientos que el primer Jacinto hacía, imitándolo, burlándose de él. A Jacinto se lo estaban poseyendo los arremedones.
En el primer viaje me habían contado sobre ellos. Los arremedones eran entes que habitaban en el monte, esperaban a que bajaran al cañón los hombres cazadores o que iban en busca de madera. Esperaban a que se durmieran para hacer los mismos movimientos que los hombres habían hecho durante el día, arremedándolos, burlándose de ellos, haciendo voces exageradas de cada uno. Hacían los movimientos de trabajo del día de los hombres, para que amanecieran exhaustos y no pudieran trabajar.

Empezamos a gritar al ver a la multitud de Jacintos, pero sólo abríamos la boca desesperadas y no había sonido que saliera de nuestras bocas. Intentábamos correr, pero el cuerpo nos pesaba muchísimo, era una sensación que recordaba sólo en sueños, no podíamos avanzar, aunque estuviéramos haciendo los movimientos como si corriéramos y gritáramos, no estábamos haciendo nada. CHT CHT CHT CHT CHT se empezó a escuchar, temimos todavía más porque creíamos que iban a llegar los hombres-animales con sus pitos de la noche a violarnos. CHT CHT CHT el sonido venía de arriba, de los árboles, nuestra parálisis evitaba que nos moviéramos, pero no que hiciéramos movimientos. Miramos hacia arriba, mirábamos hacia los árboles, miramos hacia la niebla, hacia la noche, a sus sombras que no eran las de los animales-hombres. Eran las mujeres de los árboles que había visto años atrás. Las reconocí por los ojos rojos que  brillaban más que nunca, iban galopando en los árboles, eran muchas más que la vez pasada. Corrían en las alturas hacia Jacinto, descendieron por los troncos como serpientes, los tres Jacintos, borrachos, aullaban y aullaban horrorizados, paralizados por el miedo o por algo más. Las mujeres empezaron a rodearlos y a darles cachetadas, eran docenas de mujeres de la noche y pasaron una por una, haciendo de la cachetadiza un espectáculo cuasi-humorístico. Después de haberles dado las cachetadas necesarias, los acostaron inconscientes en el piso y empezaron a envolver a los tres borrachos en sus rebozos, formando tres capullos que se llevaron de nuevo a las alturas como si fueran pequeños bebés de algodón, se los echaron a la espalda y se fueron corriendo por las copas de los árboles llevándose al grupo de Jacintos.

No nos podíamos mover, ya no sabíamos si por el susto o por la parálisis. Se empezaron a escuchar pisadas en la hojarasca, era Morfeo el pastor alemán que paseaba tranquilamente, seguramente, acostumbrado a las transformaciones de su amo. Pasó lentamente al lado de nosotras, y cuando ya estaba a unos metros volteó su enorme cabeza que se veía más enorme que nunca y exclamó: “Pendejas”. Morfeo agarró una piedra con el hocico y siguió su camino. Nos quedamos en silencio, mientras la parálisis se iba desvaneciendo, intentando poco a poco caminar. Tardamos más o menos una hora en llegar al campamento que estaba sólo a metros de distancia. Nos metimos a la tienda y dormimos profundas. Lo único que recuerdo de los paisajes abstractos que soñé, es que eran grises y morados, al fondo del paisaje se escuchaban los gritos de aquellos Jacintos que no regresarían de los sueños nunca más.
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Capítulo III
Los decapitados andan armados
Tercera visita, noviembre 2017
¿A usted le ha pasado algo alguna vez? Le pregunté.

Me estaba comiendo una cecina que él me había preparado. Tenía un restaurante muy cerca de las cascadas, un lugar muy turístico, la especialidad de la casa era la cecina, el pipián y las micheladas. Pedí una cecina, oscura, nunca había visto una de ese color, era de un morado muy oscuro, buenísima.

El hombre que me la había preparado tenía los ojos borrados. Sólo había visto a esos hombres de ojos borrados en Sierra Hermosa, Zacatecas. Un pueblo situado en el Trópico de Cáncer, tal vez aquella condición geográfica, era la que dotaba del borramiento en la mirada. Tal vez éste hombre era un pariente lejano de aquellos hombres, aunque parecía difícil por la lejanía de los dos territorios. Aquel hombre era, probablemente, descendiente de los alemanes y franceses que alguna vez poblaron aquella sierra. Mientras le veía los ojos de color del mar pensaba en la culpabilidad que sentía por pensar en la raza de aquel hombre borrado. Pensaba que no era tan indígena como los demás, no sabía siquiera si hablaba náhuatl o no, asumía que no por mi propio prejuicio racial, porque se veía más blanco que los demás. No sabía si aquellos ojos me devolvían la mirada o podían intuir lo que estaba pensando. En México hablar de la raza está prohibido, el único que habla de su raza para sobrevivir es el subordinado, el moreno confundido con indígena o mestizo. Los otros no lo necesitamos. Dicen que cada persona en San Juanico tiene un antropólogo de cabecera. Me atraía más pensar que yo podía ser una estúpida turista que a veces puede escuchar cosas.

¿A usted le ha pasado algo alguna vez?

     No, nunca.

Al lado de la mesa estaba El Brujo. El Brujo era un perro amarillo y negro, como un bastardo entre pastor alemán y algo más, pinche cabrón se veía ese brujo, perro profeta. Se hacía bien pendejo para ver si le dabas comida, como todos los perros de ahí, pero El Brujo, más allá de su pelaje tupido, estaba muy bien alimentado. El Brujo no se dejaba agarrar, te seducía con su pelaje perfecto para que lo acariciaras y en una de esas arrancarte los dedos o la mano entera e irse corriendo a desaparecer en el monte. Nadie lo enjuiciaría nunca. Se veía que El Brujo había cometido varios crímenes y de todos había salido impune. El hijo de aquel hombre de ojos borrados me dijo que mejor no lo agarrara, que era un perro bravo y que no pertenecía a nadie, pero se la pasaba ahí, seguramente atraído por la cecina morada. El Brujo tenía los ojos rojos, y en su calidad de perro profético prefería esperar a que algo le cayera que lanzar sus conjuros caninos, el Brujo era un flojo, era un hombre perro, acostado todo el día a ver qué sobras se le caían.

¿A usted le ha pasado algo alguna vez?

     No, nunca.

Bueno una vez bajamos al monte, íbamos varios hombres armados con rifles, a ver si encontrábamos algo para comer. En aquella región estaba prohibida la caza, sólo permitida para alimentación, la caza furtiva era la que estaba restringida, ya que en el monte habitaban varias especies protegidas.

Aquella vez bajamos y caminamos un montón, echando desmadre a ver si encontrábamos algo. Y pues que nos topamos con un zopilote, enorme,  negro y por el sol no le veíamos la mirada, pero estábamos seguros que nos estaba viendo. Nos veía hacia abajo, y le devolvimos la mirada y el condenado ni se movía. Algo tienen los animales de color negro, como que están endemoniados, como que saben algo.

El Brujo miraba, como escuchando la historia, haciéndose menso para ver si cachaba algo de comida.

Pues sacamos el rifle y le disparamos. Al cabrón le dábamos y le dábamos y ni se inmutaba. Ése no es un buen animal, es algo más, nos decíamos asustados, sintiendo cómo el monte se nos iba metiendo al cuerpo. Cuando se te mete el monte empiezas a sentir y a ver cosas, es como si entraras en un estado alterado. El monte es un estado de ánimo y por acá hay varios que el monte nunca los ha vuelto a abandonar, nunca más se les va a salir, se les metió un mal monte y ya se chingaron.

Cuando te encuentras con un mal animal hay que matarlo con una cruz amarrada a la pistola, no importa con que la hagas, no importa si no traes una cruz, puedes hacerla con cualquier cosa. Así le hicimos, armamos una cruz con ramas, y el hijo de su madre nos seguía viendo, tranquilo, mientras amarrábamos la cruz al rifle. Le disparamos y finalmente cayó y cuando lo vimos de cerca era aún más grande de lo que se veía, todo negro, era un mal animal, seguro.

Nos lo llevamos a mi casa y ahí le quitamos la cabeza, lo amarramos contra un poste, lo pusimos boca abajo para que se desangrara agusto el cabrón. Nos fuimos toda la tarde y cuando regresamos en la noche, no había rastro de aquél. Nombre, hasta sentimos un escalofrío en el cuerpo. La puerta ni las ventanas estaban forzadas, dudamos mucho de que algún malandro se lo pudiera haber llevado, y además desde que hay patrulla comunitaria, aquí ya no hay ladrones, porque ya saben lo que les pasa, que si los agarramos con el botín, los matamos o los exhibimos frente a todo el pueblo.

Nos fuimos a dormir agüitados y con la panza vacía. Al otro día no nos fuimos a enterar que el brujo más viejo del pueblo había aparecido en el monte, decapitado, muy cerquita de donde nos habíamos llevado al mal animal ése. Ya se sabía que ése cabrón era un nagual. Y no era la primera vez que hacía una de sus maldades. Hace mucho vinieron unas estudiantes, turistas, no sé, así como tú. Pues se quedaron allá en el campamento, y pues ya ves que en ese baño se ve todo, pues una de ellas, cada vez que se bañaba, veía que una gallina negra la veía. Y ella sentía muy raro, y así pasaron muchos días y la gallina cada vez que se bañaba regresaba a verla. Pues ella se animó a decirle a la curandera con la que estaba trabajando, pues que esta gallina negra cochina la andaba asustando. Pues la curandera fue directivo a pegarle un cachetadón al mismo viejo ése, el que apareció decapitado. No volvió a espiar a la gringa.

Ésos animales negros y sus humanos siguen rondando por aquí, hay familias enteras de animales negros, la señora de la tienda, el chofer del colectivo, todos saben quiénes son y nos comportamos como si no existieran o, más bien, los evitamos.

Familias enteras de animales negros.

Me terminé mis frijoles y me levanté de la mesa, agradeciéndole por la comida y por la plática. Los frijoles estaban igual de buenos que la cecina pero, conforme iba avanzando el tiempo, empecé a tener una sensación pastosa en la garganta. Me metí el dedo y saqué varios pelos negros, como de animal. Sentí arcadas y saqué bolas de pelos con saliva, sólo pensaba en quién podría estarme viendo en esa posición haciendo sonidos de animal; lagrimeaba desesperada. Una manada de perros se acercó y me rodeó. No parecía que fueran a morderme, sólo estaban esperando a algo, iban comandados por El Brujo. Pinche perro, no era tan flojo como parecía, se abalanzaron de repente a los pelos con saliva como un manjar, yo no dejaba de dar arcadas y me daba miedo que uno me mordiera la boca. El Brujo se me abalanzó y me tiró mientras me seguía atragantando con los pelos; el brujo empezó a meterme la lengua de animal dentro de la boca, sacándome todos los pelos que podía. Pude al fin quitármelo de encima, los otros perros comenzaron a pelearse por los pelos que quedaban, la pelea se escuchaba cada vez peor. Me fui corriendo, todavía sin poder respirar bien, volteé hacia los ruidos, sonidos de muerte. El Brujo le estaba arrancando la piel de la cara a un perro más pequeño, mientras el perro atacado profería unos alaridos humanos.

Corrí lo más rápido que mi asfixia me lo permitía. Me sentía mareada y empecé a pensar que tal vez se me estaba metiendo el monte, y que todo era un alucinación, tenía muchísimo sueño y apenas pude gatear al interior de la tienda. Cerré la puerta plastificada mientras intentaba recobrar el aliento. El miedo no se iba, sentía que alguien venía, intuía que no era El Brujo ni ninguno de sus secuaces perrunos. Era una sensación parecida a cuando jugaba con mis amigos a Las Escondidas o a Las Traes, el actuar la persecución me ponía realmente nerviosa, sentía que aunque eran mis amigos podían hacerme daño, o incluso matarme, nadie les diría nada sobre mi cuerpo asesinado, porque al fin, éramos niños y había sido un crimen de juego. La misma sensación me invadía dentro de la tienda, porque ahora mi posible muerte era real. Nadie iba a darse cuenta, y unos pocos sabrían dónde buscarme, ¿pero por dónde empezar en la inmensidad de aquel monte? ése era el problema de los cuerpos devorados de este país, no se sabía por dónde empezar, en donde la inmensidad territorial es fosa común.

Lo que más miedo me daba de aquella espera, era cuando las alucinaciones de la paranoia de aquella permanencia, empezaran a materializarse. Los pasos que aparecían en mi imaginación, comenzaban a sonar cada vez más cerca y aquellos ruidos no estaban en mi cabeza. No podía ni siquiera imaginar la posibilidad de asomarme a ver lo que estaba allá afuera acechándome. Agarré una piedra que pretendía llevarme como recuerdo como única arma o como único consuelo. Afuera se escuchaba una multitud de pasos, que rodeaban la tienda, se escuchaban pasos y gruñidos, pero no parecían animales lo que había allá afuera, porque lo que caminaba al menos por el sonido, andaba en dos patas.

Pasó mucho tiempo y el sonido variaba, la multitud de dos patas cambiaba el ritmo continuamente, a veces caminaba, a veces corría, a veces reptaba. Era tan eterna la espera, sólo comparable con la espera al macho en México, hasta logré acostumbrarme al miedo, cuando entendí que tal vez no venían a matarme, o sólo como en las películas, me matarían en cuanto saliera de la tienda o cuando no pudiera prender la luz. Pero no cabía duda que sabían que estaba ahí, entonces me asomé por el techo de malla traslúcida y vi a varios grupos de las familias de animales color azul obscuro que el señor de los ojos borrados me había contado mientras me servía cecina púrpura. Aquellas familias, eran mezclas de animal-hombre; naguales contemporáneos que imaginaba tenían algo que decirme. Pero no, ni siquiera parecían inmutarse de que yo estaba ahí, el mensaje estaba en los ritmos de su caminar, correr o reptar. Sus ritmos no cesaban aunque fuera un caminar muy lento, a veces tan lento que empezaron a arrullarme hasta quedarme dormida. El miedo me había dormido por primera vez en mi vida.
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Capítulo IIII
Las intenciones del agua o relato sobre tres vértigos
Cuarta visita, enero 2018
En todo ese viaje había visto muy poco a El Activista, menos a su esposa. Nos veíamos para comer y platicar a veces. En aquel viaje decidí hacer un taller de escritura para niños, adolescentes y adultos, como parte de la cuota pactada con él. Al taller vino gente de diferentes edades, adultos, niños y jóvenes, entre ellos una señora que se llamaba Carmen que trabajaba en la radio comunitaria. Iba acompañada de su hija adolescente y fue de las más participativas del taller. Carmen soñaba un montón, decía que ella podía soñar cuando los desastres naturales andaban cerca, como por ejemplo sintió el terremoto del 85, y había soñado el del 19 de septiembre del 2017 y, muchas veces, cuando algo malo iba a pasar. Y siempre que soñaba alguna catástrofe, se le aparecía un toro blanco, gigante, una premonición al desastre.

Después del último ejercicio de escritura, cada uno de los participantes leyó su texto, el tema de aquella sesión era lo monstruoso y los posibles recuerdos de los sueños y qué papel podrían tener en la imaginación. Todos sin excepción en ese taller, soñaban. Llegó el turno de la Carmen de contarnos su sueño escrito. Ella con su voz de locutora, empezó a narrar.

“Cierro los ojos y empiezo a sentir la niebla. La empiezo a sentir en los ojos, porque los siento pesados. Empiezo a ver el río donde nos metíamos cuando éramos niñas mi hermana y yo. Me acuesto en el agua y veo hacia el cielo, todo lo reconozco como algo familiar. Veo hacia la cascada y veo cómo empiezan a caer, como suicidándose”.

¿Quiénes se están aventando? Pregunté.

“Los jaguares. Allá en el monte nadie los ve, sólo yo y a otros cuantos se nos aparecen. Nunca nadie los ve, se cree que están extintos, han puesto cámaras y el jaguar sabe dónde están y las evade. Algunos saben que sí están en el monte por las cacas que han encontrado, las agarran y sacan de la mierda carne de coatí, de animalillos grandes pues, entonces sospechan que sólo un animal tan grande como el jaguar puede ser el que se los traga. Entonces se aparecen, casi siempre los veo haciendo lo mismo, aparecen suicidándose por la cascada, traspasan la niebla de agua y sus cuerpo inertes van apareciendo poco a poco, flotando.

Yo mientras sigo flotando, viendo aquel espectáculo suicida y a veces algunos cuerpos chocan contra el mío. Los acaricio, porque ya están muertos y no me van a morder y así estoy un buen rato, acariciando cuerpos muertos bajo el agua.
Entonces, después de un buen rato, ya casi me estoy quedando dormida flotando sobre el agua, empiezo a sentir algo abajo, mis dedos empiezan a tocar algo blanco, pelaje que va muy rápido, una pelambrera diferente al del jaguar. Un animal de pelo más corto, la bestia me empieza a levantar, sólo puedo ver hacia arriba, miro a los lados y todo se empieza a hacer más pequeño, los árboles y los jaguares que van cayendo de la cascada. Intento agarrarme como puedo al pelaje, los pelos se me meten en las manos, atravesándolas, pero no me lastiman. Al final me caigo porque el pelaje está muy resbaloso, el descenso es eterno, siento que caigo durante kilómetros. Porque aquella cosa es enorme, siento el vértigo de caer infinito, siento que no se termina la caída, siento que voy perdiendo el aire. Me doy un panzazo contra el agua, pero no me muero, no siento dolor con el impacto y cuando logro salir a la superficie, la fiera continúa emergiendo.

Un toro blanco, del tamaño de un edificio que está empezando a devorar a los jaguares que están por aventarse o los que están cayendo. El toro grita como humano, sus gritos espantan y atontan al monte, lo que los convierte en presa fácil de la bestia.

Siempre se me aparece aquel mal animal cuando algo malo está por pasar, cuando siento que algo malo viene, él se aparece, un toro del tamaño del monte, del tamaño de la cascada, sé que algo malo viene cuando él se aparece”.

El relato de Carmen es muy preciso y prometimos volvernos a ver, pero eso no va a pasar y ninguna de las dos lo sabíamos. A veces no entiendo porqué hacemos promesas.

La promesa es un reloj.

Me regresé al campamento pensando en qué tipo de vértigo sintió Juan cuando se desplomó desde aquel edificio de veintidós pisos, qué pensó antes de estamparse en el asfalto sudamericano. Y también sobre qué pensó aquella señora cuando caía del lomo del toro blanco en sus sueños, antes de estamparse contra el agua, y en qué pensaba yo antes de estamparme en la sala de aquella casa de Cuernavaca, el vértigo en un sueño, que se repitió durante años. Ese vértigo que nos unía a los tres, y de nosotros tres Juan había sido el único que no había muerto sólo en sueños, en aquel vértigo compartido que nos unía a Carmen y a mí en los sueños, tal vez esa precipitación simultánea al abismo era lo único que me hacía sentir pertenencia, temporalmente, a ese paisaje.

Pensando en aquellos tres vértigos empecé a recordar ese sueño, el de la casa de Cuernavaca, siempre llegaba a mí aquel sueño que se repitió durante años, en la misma temporada del año, aquél vértigo que me unía a Juan, a Carmen y al paisaje. En aquella casa soñé mucho, creo que en esa casa se decidieron los sueños que se repetirían toda mi vida. Aquel sueño hablaba también de una premonición de una catástrofe, de un desastre familiar que era una profecía que afectaría mis relaciones afectivas para siempre.

Mis papás se divorciaron hace muchísimos años. Mi mamá se casó para salirse de su casa, para huir de aquella andaluza inmortal y de un español-padre-español que le pedía que regresara a las once y que idolatraba a Franco. Mi mamá conoció a mi papá cuando ella estaba comprometida con otro hombre, se conocieron en un banco que se llamaba MultiBanco Mercantil que ya no existe, como el matrimonio de mis papás, parece que sólo fue un sueño de una promesa nacional. Mis papás se conocieron gracias a la Nacionalización de la Banca, porque mi mamá entró en el equipo de rescate económico de aquel banco. Mi mamá le sigue reprochando muchas cosas a mi papá, después de tantos años, entre ellas, la casa de Cuernavaca, nunca la Nacionalización de la Banca ni la desaparición del Multibanco Mercantil y de su matrimonio, ya que nunca hubo un equipo de rescate económico, espiritual o emocional de aquel matrimonio que nunca llegaría a las once pero no por rebeldía paternal. Cada fin de semana, nos íbamos a pasar los días de descanso en aquella casa que sólo existía los fines de semana, una construcción temporal familiar.

Yo creo que mi mamá se sentía muy sola, tal vez lo que quería era no tener hijos y socializar eternamente en la ciudad de México. Parecía que se había salido de la casa de su infancia para irse a otra casa, a seguir siendo una niña cuidada, a siempre tener un padre.

En aquella casa aprendí a nadar y aprendí a volar, volaba con mi hermano, tirándonos de una pequeña pared con toallas como capas estilo pterodáctilo.

La alberca tenía un chapoteadero y un área más honda. Cuando aprendí a nadar, y a veces me quedaba en aquella parte, parecía que el agua con cloro cobraba vida. Cuando todos se iban parecía que las intenciones del agua eran hacerme daño, sentía que había monstruos en el fondo y mi soledad se aparecía en forma de tiburón, sólo una vez vi al tiburón blanco que me acechaba, nos vimos, yo flotaba apenas, intentando nadar con ayuda de mis flotis. Veía hacia arriba, pero no había ningún jaguar, ni ninguna cascada, pero Carmen y yo flotamos desde hace mucho tiempo, en los sueños que anuncian desastres, ella sueña los desastres naturales, yo los familiares. El tiburón blanco era casi del tamaño de la parte más profunda de la alberca y lo único que podía verle eran las dos bolas negras que tenía por ojos, tan negras como el espacio, esperándome, en aquella parte de la piscina parecida al mar y al cielo al mismo tiempo.

Íbamos a pasar las vacaciones de trabajo de mis papás, en esa casa en donde mis sueños se repetían, como un presagio de vida. También recuerdo que siempre que me despertaba el sábado en la mañana no sabía cómo había llegado a la cama. Después recordaba que mis papás me habían cargado desde la camioneta el viernes en la noche, en una especie de coma del sueño, para depositarme en aquel cuarto blanco con cabeceras pintadas. Cuando me despertaba frenética en la madrugada no podía reconocer cuál era ese cuarto, como si me fuera casi imposible salir del sueño.

Soñé intensamente durante mis primeros años de vida, en aquella casa en Cuernavaca. Había un sueño en particular, que consistía en subir al segundo piso por las escaleras de la casa, acercarme al barandal de madera y aventarme hacia la sala. Mientras me aventaba sentía que el estómago se me iba a la garganta, el descenso se hacía eterno, no me acuerdo de la caída, sé que no me dolía ni me estampaba contra nada, sólo era un descenso horrible y exhaustivo, que me hacía sentir tan cerca de la muerte como un orgasmo a una edad que desconocía lo que era un orgasmo. Lo hacía una y otra vez, una repetición infinita de aquel sueño que determinaría mi manera de relacionarme con los demás, aquella casa en Cuernavaca me había mostrado que aquella caída era un presagio. La separación de aquellos que quería, el augurio de que ninguna relación era como me la había imaginado cuando era niña, la pérdida se aparecía en las paredes blancas de aquella casa que mis padres vendieron hace tanto tiempo. El miedo a que mis papás se separaran habitaba bajo las bugambilias, de aquella ciudad que dicen siempre hace calor, bajo la pared en donde mi hermano y yo volábamos. Me los imagino, a mis papás, aún casados, debajo de esa pared viendo hacia arriba mientras nosotros pasábamos volando, tapándolos con nuestras toallas-alas, cubriendo el sol de aquella ciudad que, con su calor, me deprimiría eternamente.
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Capítulo V
Amor a la mexicana
Abril 2018
Él siempre me había gustado, había estado enamorada de él por mucho tiempo, lo conocí en la escuela, era más grande que yo y sabía que yo también le gustaba. A él fue a la primera persona que le escribí para decirle que habían encontrado los restos de Juan en el asfalto sudamericano. Él tenía una novia con la cual llevaba muchos años. Le escribí a él para contarle lo de la muerte sudamericana de Juan porque era una especie de confesión de amor, se lo escribí días antes de que me fuera a San Juanico por primera vez, era mi manera de decirle que lo amaba. Regresando del viaje, respondió a aquel mensaje, me buscó y me contó que su mejor amigo se había suicidado hace mucho tiempo, que se había colgado, que lo habían encontrado en su casa, pendiendo de algo.

Era su manera de decirme que me amaba.

Él tenía una cara que parecía un invento de Almodóvar, nariz chueca, una cara gigante de res que le daban ganas de llorar cuando contaba ese relato, una cabeza de res quebrándose de tristeza. Pero yo sabía muy en el fondo que me lo decía para decirme que me amaba, para excitarme sexualmente, para que lo quisiera en su tristeza, condenándome a desearlo.

La primera vez que fui a San Juanico llegué tarde al camión porque él y yo nos habíamos estado mensajeando hasta la madrugada, para mí ésa era una señal clara de que nos gustábamos. Lo hicimos diario durante mucho tiempo hasta que yo me harté de él, eso de estarnos mandando mensajes durante tanto tiempo, me harté del amor común mexicano, un estilo de amor cortés tercermundista. El Amor común mexicano es un espacio que se crea entre dos personas, donde sobre todo opera muchísima imaginación.
A mí, el amor a la mexicana siempre me ha dado una sensación de eterna espera, la espera mexicana que se convierte en la biografía femenina.
Mi mamá me enseñó a que yo tenía que esperar a que me llamaran, porque al parecer si el hombre te llamaba desde un teléfono secreto podría asegurarte temporalmente que no te abandonaría, porque estaba seguro de su decisión. En la espera femenina mexicana los hombres se niegan a ser tocados, ya que ellos decidirán cuándo es el mejor momento para hacerlo, para ir y tocarte, y estar seguros de su decisión.

La imaginación femenina en México nos enseña a domesticar la espera; con él estuve imaginando que teníamos una relación, y que finalmente sí nos amábamos cuando me decía que su mejor amigo se había puesto algo en el cuello, para asfixiarse. Porque su dolor, era para comunicarme que quería coger conmigo, comunicarme su deseo, diciéndome cómo se había muerto alguien que quería, el hecho de compartir a dos ahorcados nos excitaba.

Pasó mucho tiempo para que le dijera que se viniera, habíamos dejado de hablarnos por muchísimo tiempo. La última vez que lo había visto, cuando regresé de un viaje, me di cuenta que iba a estar estático para siempre pensando en su ahorcado. Cuatro años después nos contactamos por mensajes a las tres de la mañana, yo sabía que ya no tenía novia, podía presentirlo en lo intempestivo de su nostalgia tecleando.

Él fue a buscarme a San Juanico, después de aquel intercambio de madrugada. Compró su boleto rápidamente, llegaría al día siguiente a la hora de comer. Le mandé un mensaje para ver por dónde iba, me dijo que había recién pasado Zampoala, le faltaba muy poco para llegar y yo pensaba que con su llegada yo podía al fin venirme. Cuando lo recogí en la central de camiones, sabía que íbamos a coger, lo vi bajar con una camiseta blanca, aquella camiseta representaba la certeza que por fin tenía sobre nuestra relación. Por fin no teníamos que hablar sobre nuestros muertos para decir que nos cogeríamos. Después de cuatro años, podía tal vez venirme mientras Juan del Monte observaba.

Al verlo, supe que lo deseaba pero que ya no lo amaba de la manera adolescente con que lo había querido tanto tiempo. Yo me había enamorado del volcán y el volcán sólo me arrojaba cenizas, técnica de seducción, en la espera de que nos encontráramos, tiempo después, en la carretera hacia el Popocatépetl.


Lo llevé al campamento, fuimos a comer y a caminar, regresamos al campamento y nos pusimos a hablar, siempre nos gustó hablar, desde la primera vez que estuvimos solos, hace mucho tiempo. Pero esta vez, algo se sentía diferente. Alguien nos observaba, quizás, era aquel que namás estaba esperando a que me pusiera en cuatro. La única que sabía era esa noche, tercer testigo junto con el monte de lo que iba a pasar, algo que acabaría con nuestra amistad para siempre. Después de tanto tiempo estábamos juntos en el monte, reencontrándonos años después con nuestros respectivos suicidas sexuales en la espalda.

Nos metimos a la casa de campaña al fin, él hablaba de cosas románticas, yo sólo quería coger, sentir lo que desde hace años había estado esperando y él seguía hablando, por eso me quedé dormida y empecé a soñar. Tuve una pesadilla y cuando me desperté, él estaba ahí, esperando en la penumbra a que yo me despertara, me abrazó paternalmente y nos empezamos a besar. Pero yo a él lo sentía seco, no sé si eran los nervios, pero sentía que me estaba tocando un anciano o algún ser marchito, no podía reconocerlo, veía su rostro en la oscuridad, pero no podía ver quién era, me estaba cogiendo a un vagabundo de la noche, un mil rostros. Le sentía el pito que estaba medio vivo, medio muerto, él era muy pasivo, actuaba como si estuviera sufriendo un paro cardíaco mientras cogíamos.

Era difícil besarlo mientras su cara se estaba transformando en tantos personajes: la de un vagabundo, de un chamán, el papá de alguien. Para quitarme todas esas imágenes, me subí en él a horcajadas, moviendo las caderas sobre un muerto. Su rostro se dibujaba en la oscuridad, más grande que nunca, su cara se había hecho tan larga, una virgen bizantina sumiéndose en la noche. El hoyo negro de su cara, se había pegado casi en su totalidad a una de las paredes de la casa de campaña. Yo me seguía moviendo sobre el cuerpo de aquel infartado, cuando se empezaron a escuchar gruñidos de excitación afuera de la tienda y algo con hocico empezó a pegarse a la tela hasta llegar a la cara del muerto. El hocico larguísimo empezó a succionar la cara de él a través de la tela con su hocico, mientras me seguía moviendo con la intención de estimularme sobre un cadáver temporal, que pronto volvería a la vida, si es que acaso yo pudiera venirme. El animal seguía gruñendo, chupándole la cara al muerto, empecé a agarrar los pelos que atravesaban la tela, la saliva caliente del de afuera me la empecé a meter a la vagina, sentía la saliva, los pelos y el pito del muerto dentro. Le agarré el hocico al de afuera y me mordió mientras me chupaba la palma de la mano. Eso me producía mucho placer, porque además la saliva que tenía dentro se movía sola, con un movimiento de licuadora. Sacó el hocico de la tela e hizo un hoyo por la tela de la tienda de campaña donde volvió a introducir el morro, tenía el pelaje muy suave y unos dientes enormes, como si existieran los conejos carnívoros. Yo seguía montando al muerto de arriba a abajo y me postré a la altura de la cara en donde el hocico podía morderme los senos y así poder succionarle la cara al dormido. Me empezó a morder y empecé a sangrar, pero no importaba, las mordidas se sentían muy bien. El animalado de afuera empezó a hacer el hoyo más grande para que yo sacara la cabeza, lo que restaba de mi cuerpo, se quedó adentro, cogiéndose frenéticamente al muerto. Saqué la cabeza y lloviznaba levemente, el cuerpo del de afuera estaba enfrente de mí, era algo muy parecido a un ser que hubiera sido manufacturado por nuestros ancestros en sueños. Era una especie de animal que nunca había visto antes, como si un caballo de otro mundo se hubiera cruzado con un úrsido, con unas manotas y un sexo demasiado grande para su cuerpo. Tenía al enorme hocico en frente, lo puso justo encima de mi cabeza y las gotas de su saliva me caían en la cara , eso era lo que más me excitaba, era como sentir la lluvia de algún otro lugar que no era el cielo, escuchaba sus gemidos como si estuviera dentro de mí. Los espasmos llegaron, al fin, junto con el orgasmo que me hizo sentir completamente sola en este mundo, uno de los orgasmos más fuertes que puedo recordar, inclusive me sentí mareada después. Con el orgasmo desapareció el animalado de afuera, me quedé con varios pelos negros en la mano, que le eché en la boca al muerto que todavía no despertaba, en venganza por haberme cogido tan mal. Intenté conciliar el sueño al lado del que despertaría de su muerte, una hora después.

Cuando abrimos la tienda de campaña al despertarnos la niebla ya había entrado, las gotas del rocío estaban en las paredes, mojando el recién vivo.

Nos quedamos acostados viendo el techo, me preguntó por el hoyo en la tienda y le dije que había sido un zorro, pero que lo había espantado y tampoco quise despertarlo. Él puso su suéter para tapar el aire frío que entraba, muy caballeroso el cabrón. Empezó a hablar con una voz pastosa de recién despertado de la muerte que me irritaba. –Mientras venía por Zampoala vi a alguien que me veía. –Vente, vente mamita, vente– el muerto hablaba a dos voces, de la segunda, de la que gemía, pareciera no darse cuenta de dónde venía o quién hablaba por él. – Me han pasado cosas muy raras desde que nos dejamos de ver, corté con mi novia después del terremoto. –Me excitas un montón, ya voy a venirme. –No quiero ponerme muy romántico, pero la luna se ve diferente desde acá. –No mames qué rico coges. –No sé siento que en este bosque hay alguien que nos observa, algo mira todo el tiempo. –¿Te gusta que te coja?

El seguía hablando, me di cuenta que ya no me interesaba hablar con él. Ya había obtenido lo que quería, ya me lo había cogido, había esperado años y pensé que todo iba a ser muy hermoso y muy romántico. Y había sido romántico, miserable y católico, tal vez le hablé durante años esperando sólo a que me cogiera, después de eso, su conversación ya no me parecía interesante.

Me metí la mano a la vagina y sentí muy húmedo. La saliva volvió a moverse, muy despacio, me empecé a excitar de nuevo. El recién despertado me veía con su cara de virgen bizantina, mosca muerta, pensando quién sabe qué. Yo sabía que esa virgen despertada si acaso iba a volver a cogerme, lo iba a hacer fatal, pinche cogida mezquina. Decidí que me irritaba su falso amor, su romance a la mexicana. Él pensaba que con su conversación que me daba vueltas lo esperaría hasta que él decidiera. Pero lo que no sabía era que yo ya me lo había cogido primero y él ni se había dado cuenta. La espera había terminado, no tenía porqué aguantar sus poemas de Pedrito Fernández. Ése cabrón tenía que volverse a dormir. Empecé a sentir un cosquilleo en las orejas, mi excitación no se iba a ir pronto, le di una cachetada al despertado y le mordí la nariz fuerte para que se volviera a morir temporalmente.

Salí de la tienda de campaña y observé el rocío en la casa de campaña. Lo empecé a tocar, agarrando las gotas en los dedos, me las empecé a meter y nunca se deshacían, eran bastantes y se iban combinando con la saliva motorizada. Fui hacia la casa de campaña, me abrí de piernas tirando la estructura contra el piso sintiendo el rocío, la casa de campaña, el rocío y yo estábamos cogiendo. Debajo de la tela se podía sentir al muerto, como un bulto, muerto temporal e inservible para venirme. Seguía moviendo las caderas frenéticamente, ya no podía diferenciar qué gotas eran del rocío del monte y cuáles eran las mías, las nalgas se me iban a partir en dos, temblando, el segundo orgasmo llegó, y en esos cinco segundos tuve una alucinación en donde vi a mi amante temporalmente muerto, inconsciente, con el pito parado y un enorme toro blanco chupándoselo, pastándole el pito, pues. Parpadeé frenéticamente y la visión empezó a disolverse. Me costaba abrir los ojos completamente después del segundo orgasmo, mi vista empezaba a no tolerar la luz, es como si la humedad hubiera entrado no sólo a mi sexo sino a mis ojos, tenía a la niebla metida y al monte también.

Me levanté y caminé en diagonal, me dirigí hacia el monte, sólo traía una camiseta puesta. Caminé por el borde de la casa de madera del fondo, los animales estaban dormidos y los perros, incluyendo a Capu, no me ladraban. Me fui atrás de la cabaña y empecé a descender hacia lo más profundo de la sierra, ya clareaba pero mi vista seguía nublándose. La tierra era lodo, caminaba con dificultad y la vegetación se me iba estampando en el cuerpo, no podía ver muy bien, pero sentía que entre más bajaba, más selvático se volvía el terreno e iba dejando el bosque mesófilo atrás. Llegó un punto en donde ya no podía bajar caminando, entonces me senté en el lodo buscando más humedad y empecé a descender como en una resbaladilla, me pasé por el sexo animales, plantas y piedras, mi placer incrementaba y mi vista era cada vez más parecida al paisaje. Iba acelerando, mi cuerpo iba siendo más liviano y más rápido, y mi sexo se iba mojando cada vez más, entre el lodo, la saliva motorizada y la excitación.
Por el placer que aumentaba, dejé de pensar en que si me estrellaba, tal vez podría morir por la velocidad del impacto. El ardor era mucho más importante que cualquier futuro de muerte en aquella selva que nunca iba a dejar que me muriera. Sabía que el monte no me iba a matar, tal vez me penetrara pero no iba a dejar que muriera.

En aquel descenso sexual pensé en Juan, pensé en su eterna caída de ese edificio de veintidós pisos en Chile. Pensé en mi sueño de la casa en Cuernavaca, aquella caída del barandal del segundo piso que parecía eterna, pensé en la bajada a toda velocidad de Carmen, cayendo de aquel toro blanco gigante. El descenso es ver tu muerte que se acerca, el descenso es el clímax.

Probablemente Juan fue asesinado por el paisaje chileno.
Quién sabe, tal vez lo que lo mató fue la copulación sudamericana del paisaje, tal vez ese paisaje le azotó las nalgas tan fuerte mientras lo penetraba que se cayó de aquel edificio.
Ojalá haya muerto lleno de placer, prefiero recordarlo así, cayendo y teniendo repetidos orgasmos antes de su muerte.

El descenso empezó a ser más lento porque el lodo se había vuelto más denso, debilitando la velocidad. Aquel lodo, de sensación compacta, se me metía y me apretaba la vagina. Me estampé contra unos helechos iluminados que parecían que habían esperado a cogerme desde tiempos paleolíticos. Mi vista estaba tan empañada por la niebla interna que ya no podía ver lo que se escondía detrás de la luz de aquellas plantas, empecé a forzar la mirada hacia lo que parecía ser la luz del cielo, tratando de enfocar aquella luminiscencia. Empecé a frotarme los ojos en el momento que algo me cayó encima, montándome y jalándome los pezones. La niebla gruñía y gemía, la empecé a sentir adentro, caliente.

Me estaba cogiendo a la
niebla riquísimo.

Me seguía cogiendo a la
niebla.

Me seguiría cogiendo a la niebla en los sueños, mientras cayera de
cualquier segundo piso, siempre había sido ella.

Me ahogaba el sexo y con un vértigo, llegó un orgasmo
invertido.

Acostada, vi hacia mi sexo, mi mirada empezó a aclararse, empecé a ver como salía de mi vagina, el humo blanco, que me seguía causando placer y que dejaba restos de un rocío interior, una condensación sexual. Empecé a alucinar por aquel goce, que despacio, iba dejando mi cuerpo por medio de todos mis orificios, la bruma ya no sólo salía de mi vagina, sino que se escapaba por mis orejas, ombligo, ano y pezones. En mis alucinaciones apareció el toro blanco con una erección viendo hacia donde yo estaba acostada. No podía levantarme ni moverme, a mi ojo izquierdo la niebla no se le iba, y yo esperaba que ella se quedara en mi vagina para siempre. Estaba agotada y empecé a quedarme dormida en aquella madrugada que se iba convirtiendo en mañana. No despertaría hasta bien entrado el mediodía.

Desperté en el calor del meridiano, me levanté y comencé a caminar monte arriba, me costaba muchísimo respirar, la vista izquierda no mejoraba, tenía rasguños por todos lados y estaba muy mareada, pero sabía que si no salía del monte, me iba a seguir cogiendo a la niebla eternamente.

Llegué al campamento y ahí estaba él, en la misma posición en donde lo había dejado. Seguía igual de muerto y con la tienda de campaña encima. Sobre él estaba una de las mujeres de los ojos rojos. Cuando se cruzaron nuestras miradas, ella no parecía sorprendida por mis aspecto, ahí parada con una camiseta, sin calzones, llena de lodo, perdiendo poco a poco la vista del ojo izquierdo a causa de la bruma. Ella sin abrir la boca me preguntó:

¿Ac Yehuatli? ¿Acanuitz iteicnoittal?

No sé qué quería decir, había sido muy floja para aprender náhuatl.

La mujer con los ojos rojos le mordió la nariz al amante mediocre para que despertara de su muerte temporal y subió por el tronco hasta perderse en la copa de los árboles. Él empezó a toser sin despertar aún, sacando los pelos del animal que estaban atorados en su garganta. Llegué hasta la casa de campaña y me oriné sobre ella, intentando aliviar el escozor que sentía por la tremenda cogida de la niebla. Él, que yacía debajo, empezó a beber el líquido hasta quedarse dormido. Volví a armar la tienda de campaña con él adentro, me puse el pijama, pero sólo la parte de arriba, ya me había gustado estar eternamente sin calzones y me dormí junto al muerto que no acababa de despertarse. Nos quedamos dormidos hasta la tarde, eran más o menos las seis y la noche amenazaba con caer antes de tiempo.

Salimos de la tienda, fuimos a comprar unas caguamas, caminábamos por el sendero, aletargados, después de haber tenido múltiples muertes durante el día. La niebla inundaba la capilla que estaba justo a la entrada, en el altar debajo de la virgen dormía Morfeo el pastor alemán masticando un celular que le iluminaba el hocico.
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Agradecimientos
Me encuentro sentada en uno de esos días nublados de junio de la Ciudad de México, intentando escribir un final para una historia que no lo tiene. Pensando en el día que comencé a escribir, intentando no llorar, pensando en quienes tenía a mi lado, que hoy ya no están. Escribir a partir del dolor, es la espera de algún tipo de retorcida inspiración nacida de la tristeza. Agradezco infinita y amorosamente a Yollotl, por su escucha, y por estar junto a mí aquel día que comencé a escribir bajo el sol de Guerrero, además de estar a mi lado en todo este proceso.

Agradezco a todos los personajes reales y ficticios que aparecen en este relato, por su generosidad para aparecerse frente a mí, aunque hace tiempo ya no los vea.

Agradezco a Rocío, Andrea, Catalina, Milagros y Fabiola por inventarse esos martes de poesía, por leerme y contenerme en este proceso. A Susana Vargas por ser mi vecina y darme el amor de su lectura.

Agradezco a Emilia Felker por sus correcciones y comentarios amorosos.

A mis compañeros del FONCA por aguantar los apagones y la lectura repetida en los encuentros y a la beca Jóvenes Creadores (2019) por hacer posible que escribiera este texto.

A mis papás por cuidarme y estar cerca de mí.

Finalmente a Mauricio Galguera, María García Sainz y Sharon Gesund por creer en mí y animarme a publicar este texto.